Cuentos en el Pinar: "Secretos de confesión".
SECRETOS DE CONFESIÓN
- Ave María purísima...
- Sin pecado concebida...
- Padre, me confieso de haber...
(silencio)
- Bueno...es difícil decirlo...
- No tengas miedo, confía en el señor. Has venido aquí y eso significa que estás arrepentido, sea lo que sea, Dios te sabrá perdonar.
- Ah, bien. En ese caso...he matado a un hombre.
(silencio)
- Y...¿qué te ha llevado a cometer un pecado de esta magnitud, hijo?
- ¿No me va a preguntar quien era la víctima?
- No debo saber más de lo necesario, hijo mío...¿cómo has podido cometer un crimen así?
- Pues se trata de una feligresa de esta parroquia, señor.
(silencio)
- En cualquier caso, hijo, es importante que me expliques qué pudo haber pasado, qué clase de tentación del diablo pudo llevarte a la oscuridad...el señor es misericordioso.
- Se trataba de Agnes, la puta del coro.
- ¿Agnes?...(santiguándose). Bien, hijo, ¿qué te condujo a ello?
- Verdaderamente esa Agnes lo estaba pidiendo a gritos. Estaba pidiendo que se lo hiciera...
- ¿Y bien...?
- La muy perra no quiso. Se hizo la estrecha.
- Entiendo...¿cómo tu alma pudo verse tan nublada en aquel momento díscolo?
- Como bien sabe, padre, ella trabajaba vendiendo tabaco cerca de la iglesia. Lo que no sabrá es que era vecina mía desde hará unos veinte años.
- Comprendo...
- Y me saludaba como si fuera el último hombre de la Tierra. Y todo coincidió con mi divorcio, ya sabe, Dianne. No hemos prodigado mucho por el templo, señor, pero inexorablemente da igual. Somos creyentes...mire, padre...toda esa mierda de practicar esta muy bien, pero cuando le veo allí arriba...no se ofenda.
- Continúa, hijo.
- Es un auténtico coñazo. Bueno, el caso es que esta Agnes era de las que, aparte de venderme el tabaco cuando no pasaba por el centro comercial, también quedó viuda. Ya sabe usted, aquel viejo.
- Robert.
- ¡Robert! ¡Ese zapatero cabrón! Tenía más pasta que todo esta comunidad de pacotilla. Dios le dio su merecido, se lo digo yo.
- Hijo, Dios no es vengativo.
- ¡Pero yo sí! Total, que cuando un día la pillé en el ascensor ella lo estaba deseando.
- ¿Y bien?
- Que la agarré del hombro...solo la besé. Empuje ese moño hacia mí y la metí la lengua...y entonces...
- ¿Entonces...?
- ¡Me rechazó! ¡Me rechazó y me dio un tortazo!
- ¡Un tortazo!
- De veras, padre. La iba a haber respondido a mano abierta, pero entonces llegamos a su piso. Salió corriendo despavorida y me cerró la puerta en las narices.
- Increíble...
- Pero aun no sabe por qué la maté...
- No.
- Pues resulta que una noche la espié...¿y cuál es mi sorpresa?
- ¿Cuál?
- La veo retozando en la cama con un moreno.
- ¿Te refieres a un hombre negro?
- Dos metros, parecía el propio Hakeem Olajuwoon.
(silencio)
- Y lo vi porque su ventana da a la mía. Bueno, no exactamente...digamos que puedo verlo todo a través de un recoveco.
- ¿Un pequeño recoveco?
- Así es.
- Bueno...vamos a ver, hijo mío.
- ¿Sí, padre?
- Lo que has hecho ha estado mal...(suspiro)...realmente mal.
- ¿Y bien, padre?
- El caso es que...
- El caso es que fue una noche en el aparcamiento.
- Sí...
- Sí, y además ella solía aparcar cerca mío. Aún después del capítulo del ascensor, la muy perra continuaba aparcando en el mismo sitio, a la misma hora, como insinuándose...claramente insinuándose.
- Quieres decir...¿la mataste a plena luz del día?
- No, ella cierra el establecimiento tarde, pero no fue directa a casa...supongo que iría a golfear con las amigas o habría quedado con el Hakeem para que la calentara en honor al viejo puto Robert.
- Hijo, todos tenemos derecho a equivocarnos.
- Y resulta que me había hecho con un cuchillo de esos de película. Lo llevaba bien enfundado entre unos paños empapados en alcohol.
- ¿En tu propia bebida, hijo?
- No, dicen que en contacto con el alcohol el filo es capaz de cortar con mayor tersura. Lo vi en un blog de Internet sobre asesinatos.
- ¡Ah!...entiendo.
- Me bajé del coche y la corté el cuello como a un cerdo. Eso sí...me permití decirle las últimas palabras.
- Hijo, sabes que esas palabras no salieron de ti, salieron del mismísimo Belcebú.
- La dije..."Hola, Agnes...¿ahora ya no me saludas como me saludabas antes? Ya sabes, esa sonrisa buscona y con doble intención...¿has esperado a que muriera tu viejo para hacerte la digna? ¡Apuesto que hasta tú misma lo envenenaste!
Y muy sorprendida se tiró contra el coche...pero yo la maté antes. Me arrojé sobre su pecho y con un semicírculo de lóbulo a lóbulo, rajé su cuello por completo.
- ¿Murió en el acto?
- Tal cual...
- ¿Y después, hijo?
- Corrí desesperado hacia el norte, pero no recorrí ni cien metros. Volví y la metí en el maletero.
- ¿Te deshiciste del cadáver?
- Lo tiré a dos millas del acantilado de Saint Passagás, en un pequeño descenso que hay.
- Entiendo...
- Y por eso vengo a confesarlo...
- Ya.
- Entonces...¿Dios me perdona?
- En realidad Dios es misericordioso y alaba que hayas venido a contármelo. Pero...
- ¿Pero...? ¿No es suficiente?
- Sí, claro...has sido muy...conciso en tus explicaciones, pero...
- ¡Dígame, padre! ¿hay que rellenar algún papel, hacer algún tipo de donación? ¿cómo se curan aquí los pecados?
- Sin duda es encomiable que estés reconociendo ante Dios esta atrocidad, hijo, pero me temo que no basta solo con ello...no veo, no creo...no parece que estés profundamente arrepentido por ello.
- No, ¿es acaso una condición?
- La más importante...además...
- ¿Además? ¡Joder, qué complicado es todo!
- Hay una cosa...
- ¿Sí, padre?
- El asunto es que...
- ¡Suéltelo!
- La mentira sobre este tipo de cosas tan complicadas...en fin...empeora aún más las cosas.
- Sí, puedo imaginarlo, padre.
- Y la cuestión es...
- ¿Sí?
- Que la propia Agnes estuvo esta mañana aquí mismo confesándose en el mismo lugar donde ahora tu apoyas tus rodillas, hijo mío.
- ¿Cómo? ¡Es imposible!
- Tal como te lo digo, hijo.
- ¡Vieja puta! ¡No es posible! ¿No ha podido usted equivocarse, padre?
- De hecho, el viejo Salemon...el párroco de la iglesia...
- ¿Qué pasa con el viejo?
- Compró tabaco ayer mismo por la tarde en la tienda de Agnes y...ella estaba allí, estaba reponiendo los cartones de tabaco cuidadosamente subida al segundo escalón de la escalera...uno a uno, cajetilla tras cajetilla en los estantes intermedios.
- ¡Imposible! Yo la maté hace tres días...
- Y no solo eso...
- ¿Existe la vida eterna, padre? Así que era verdad...eran las enseñanzas de nuestro padre las que han terminado por hacerse realidad.
- No solamente eso, hijo, la vi después de la misa irse hablando con Maggie y con Astulcia.
- ¡Las otras golfas del coro!
- Efectivamente...y bien parlanchinas se fueron meneando el culo escaleras abajo hacia el centro. Probablemente fueran a comprar trapos al mercado...
- ¡Las muy perras!
- Verdaderamente.
- Padre, no lo he podido soñar...el cuchillo todavía tiene restos de sangre. Antes de venir lo he sacado de debajo de la cama, que es donde lo guardo todavía.
- A veces los estados depresivos nos juegan malas pasadas.
- Pero...puede que exista la reencarnación.
- ¡Otra cosa de la que me acabo de acordar! Melonne, la compañera de Agnes.
- La mujer del estanco.
- ¡La misma! Vino ayer a verme y después...
- ¿Después?
- Se quedó hablando con otras dos feligresas.
- ¿Y qué dijeron las metomentodo?
- Poco más o menos que la pusieron a parir.
- ¡Pécoras!
- Las dos dejaron tirado al coro de la iglesia es día del concierto de Santa Cecilia.
- ¡Admirable!
- Una poca vergüenza increíble. Hablaban de cuando se tuviera que retirar. No quería dejarle el negocio a Agnes.
- Las envidias siempre han sido marca de la casa en cuestión de mujeres, padre.
- Son de lo que no hay.
- Inexorablemente.
- ¿Qué piensas que hicieron después?
- Gastar el dinero de sus difuntos maridos y poner a parir a la humanidad.
- ¡Sencillamente! Resolver el mundo ellas solitas. Parece que aquí el señor pinta más bien poco y que la gente viene a limpiar su conciencia durante unos cuarenta minutos aproximados.
- No sé donde vamos a llegar.
- Realmente.
- Padre, ¿todo esto a qué nos lleva? ¿es esa la vida eterna que nos prometía Cristo?
- No sé qué decirte, Robert...no sé qué decirte.
(silencio)