miércoles, 2 de diciembre de 2015

A LA MEMORIA DE MI PADRE

Oh, la, la, la vida: A la memoria de mi padre.



El lunes por la tarde, hora local en el estado de Tejas (EEUU), recibía la triste noticia del fallecimiento de mi padre, J.P.U. 

Mucho es lo que podría escribir acerca de él, a pesar del hecho de que mis padres se separaron hace ya muchos años, apenas siendo yo un niño, 9 debía tener yo por aquel entonces. Una horrible enfermedad, alcoholismo, de las peores que pueden atrapar al hombre, condicionaron su vida de tal manera que podríamos decir que mi padre tenía o, al menos así yo lo percibí, una especie de desdoble de personalidad tipo Dr. Jekyll y Mister Hyde. Por un lado, un hombre enloquecido, peleado con la vida, un hombre solitario, oscuro, cabezón, cegado por sus propias teorías conspiratorias empeñado en justificar o explicar sus propios errores. Por otro, un hombre sencillo, simple, un peliculero, un galán anclado en los años 60, un gran introvertido, aún amante del chiste fácil, a veces del ingenio, un tontorrón en el buen sentido...

Podría escribir esta tarde, ya oscura en tierras yankees, algún tipo de biografía contando todos los detalles por escabrosos que fueran de la vida de mi padre, pero no lo voy a hacer. No es tanto por respeto hacia él ni a mi familia, que también, sino más bien porque lo único que quiero ahora, después de su muerte, es hacer un ejercicio terapéutico de escritura recordando algunos de los buenos momentos que compartí con el hombre que me dio la vida.

La verdad es que la mayoría de los recuerdos que se me vienen a la cabeza de mi padre tienen como escenario un bar. La idea de un niño acompañando a su padre de bar en bar a lo largo y ancho del barrio donde vivimos puede resultar un tanto grotesca, lo cierto es que así fue. Gracias a Dios, ni he salido alcohólico, ni un perdido de la vida ni una persona amante de las bodegas con olor a vinacho barato y a aceitunas en salmuera. Todos esos prejuicios se los dejamos a aquellos a los que les gusta criticar, aun no siendo el lugar ni el acto más educativo del mundo, desde luego.

Mi padre era un gran aficionado al cine. La colección de películas en formato VHS que tenía en casa abarrotaba los armarios, hasta el punto de que se hacía difícil encontrar un sólo hueco de más donde ponerlas. La inmensa mayoría las grababa de la tele con el flamante vídeo Philco de importación que tantos años nos duró y tantas grabaciones y reproducciones soportó. Las carátulas las hacía él mismo utilizando rotuladores, a veces con diseños ciertamente originales. Solía hasta poner los nombres de los protagonistas en la propia etiqueta que iba pegada al frente de la cinta.
Sus favoritas eran las de vaqueros, aunque los grandes clásicos de Hollywood eran los más reproducidos hasta bien entrado el año 2000 inclusive. Nunca le apasionaron especialmente las películas modernas, a pesar de que hubo épocas en las que iba a diario a las salas de proyección y los taquilleros del cine del centro comercial del barrio le conocían hasta por su nombre.

Estrellas del cine americano como Rod Hudson, Humphrey Bogart, Mailyn Monroe, Dean Martin, Jack Lemmon, Ava Gardner, Bette Davis, entre otros muchos, invadían las películas en blanco y negro, a veces coloreadas, de nuestro viejo televisor Zenith en el comedor de nuestra casa. Mi padre, hasta cenaba frente a la tele viendo aquellas películas rebobinando una y otra vez con el mando a distancia para volver a ver las escenas que más le gustaban.

Se dedicó a conducir todo tipo de vehículos a lo largo de su vida. De hecho, tenía todos los permisos habidos y por haber, algo que sería ruinoso hoy en día para nosotros en pleno año 2015. Comenzó conduciendo las ambulancias de la empresa de mi abuelo, posteriormente camiones, normalmente de reparto o de mudanzas, trailers, autocares, tanto interurbanos como coches de línea y, finalmente, taxis. La soledad del conductor que se levanta de madrugada con frío y regresa tarde a casa o bien a veces al cabo de unos días, forjó aún más a aquel hombre solitario inmerso siempre en sus pensamientos sean los que fueran.

Recuerdo que una vez se empeñó en llevarme a trabajar con él. Trabajaba por entonces conduciendo un camión de reparto de una distribuidora de revistas y otro tipo de publicaciones escritas. La verdad es que yo no tenía ninguna gana de levantarme a las 5 de la mañana para irme con él a su trabajo, porque además sabía que sería aburrido. Tal era su insistencia, que accedí a ello, teniendo como resultado acabar durmiendo en la camita de la cabina del conductor escuchando el atronador ruido del motor del camión y bajando sólo de él para las maniobras de carga y descarga del mismo mientras mi padre hablaba con otros hombres fumando puros y teniendo pobres conversaciones vacías de contenido. ¿El mejor momento? Cuando en la tarde aparcamos el camión a duras penas en una calle de mi barrio.

No obstante, siento que aquel día hice feliz a mi padre, y eso es lo único que me importa.

Y no fue esta la única ocasión. Cuando se dedicaba a conducir el taxi, hubo más de alguna vez, siendo yo ya adolescente, en la que me monté durante unas horas a hacer la ruta con él. Tenía el turno de noche y, según pasaban las horas, esa noche se iba tiñendo cada vez más, poco a poco, de los personajes más variopintos y siniestros de la ciudad de Madrid, la burbuja gris. A mí personalmente esta era la profesión que menos me gustó de aquellas que desempeñó, puesto que temía por su vida y además pude percibir que quemaba, acababa quemando y mucho.

En un momento determinado de su vida decidió dejar de trabajar, tras años saltando de un empleo a otro y el ruido de los motores se paró.

¿Y qué hay de los bares? No puedo decir que mis mejores recuerdos estuvieran en los bares, pero sí la mayoría de ellos. Casi todos se resumen en lo siguiente: Íbamos de un bar a otro y él pedía siempre una copa de vino tinto que, a veces, le duraba horas. Mientras, yo pedía mosto o coca cola y devoraba las diversas tapas que nos iba poniendo el camarero del lugar, deseando que llegase la siguiente y a veces desilusionado si se repetía. A todo ello, veía el progresivo deterioro de mi viejo y él me repetía una y otra vez "¿Te aburres con padre?" o "No bebas más de eso, que te vas a enguachar".

Más adelante, siendo adolescente, llegaron mis vanos intentos por hacer comprender a mi padre que la causa de todos sus males, la causa de su separación y de todos y cada uno de los conflictos acaecidos era el alcohol, pero si mencionar que era el alcohol, lo cual hizo muy difícil ser claro y contundente a la hora de coger el toro por los cuernos o de tratar de ayudarle de manera explícita. En la relación con mi padre, todo fue muy implícito y poco explícito, tal vez así fue porque él era así o tal vez fue un gran error. El tiempo lo dirá...

Mis mayores momentos de alegría eran cuando convencíamos a mi madre para que se bajara  o la esperábamos después de que viniera de trabajar del hospital para que se viniera a tomar algo con nosotros, aunque en el 90% de los casos eran todo negativas. No obstante, yo era feliz cuando los dos estaban juntos, porque de alguna manera soñaba con que todo se solucionase de manera milagrosa y pudieran volver a estar juntos algún día.

La cuestión de los bares iba por modas. A veces nos quedábamos por el barrio y muchas otras, normalmente cuando él trabajaba, quedábamos en otro sitio. En ocasiones, me tocaba desplazarme en transporte público más lejos, hasta donde él estuviera viviendo en aquel momento, principal excusa que yo mismo me ponía para no quedar con él más frecuentemente, siendo la razón verdadera y, ahora que el pobre hombre ya no nos escucha, que me resultaba aburrido, ya que cada vez que nos veíamos, el bucle se volvía a repetir una y otra vez.

En una ocasión me preocupé muchísimo: íbamos caminando por una calle de regreso al barrio que solía estar muy oscura. A su lado izquierdo había un parque bastante siniestro de árboles retorcidos y a la derecha un antiguo hospital el cual jamás llegué a ver abierto en la vida. El caso es que mi viejo, quizás algo pasado de rosca, tropezó con una zanja y se cayó de cabeza a la acera abriéndose una ostensible brecha. Yo no supe muy bien que hacer. Él miró a ver si el hospital estaba abierto o le podían ayudar...nada, al final se puso su pañuelito de tela en la cabeza y fuimos derechos a casa a que se curara. Esta anécdota me la recordó más de una vez.

Había una camarera, en uno de los pequeños bares del centro comercial, al que siempre íbamos después de ver una película en el cine, aunque ya últimamente dejábamos el cine al margen e íbamos derechitos a ver a Rosa, que es como se llamaba. Esa Rosa era treintañera, tirando a cuarentona y, la verdad, tenía su tiro. Era pelirroja, no tenía mal cuerpo y de personalidad fuerte, con voz igualmente de fumadora. Yo creo que a mi padre le gustaba aquella mujer, puesto que a su modo la tiraba los trastos delante mío sin llegar a hacerlo de una manera descarada, no sé si por reparo o más bien torpeza. El caso es que recuerdo con cariño aquellos perritos calientes y bocadillos de la "Bocadillería". Si bien, con más cariño aún recuerdo los sandwiches mixtos a la plancha del "Tropezón", un restaurante del mismo centro comercial al que solíamos ir en contadas ocasiones, puesto que era de un rollo más pijo, razón por la que probablemente estuviera siempre vacío, aunque solamente fuera por la presencia de los emperifollados camareros con camisa y chaqueta en ristre. Triste fue la noticia del cierre del "Tropezón" años después.

No olvidaré tampoco aquellos largos años en el "Bar Teruel" ni en "El Rincón". El Teruel fue un bar sito en la avenida principal del barrio regentado por una familia. Era bastante modestito y terminó por cerrar. No se caracterizaba por otra cosa más que por la calidez de aquella familia que tan bien nos trataba y por los buenos ratos que le hacían pasar a mi padre quien gastaba las horas y los días en aquel bar, el único en el que realmente me sentí con él como formando parte de una rutina diaria. El segundo era y sigue siendo un bar también a cargo de una familia el cual no comprendo aún hoy como no ha cerrado el candado todavía. Solía estar o vacío o muy lleno, los dos extremos, aunque normalmente lo primero. Se caracterizaba porque de cuando en vez montaban algún sarao flamenco guitarras en mano, aunque esto no era lo habitual. En este bar solía quedar yo con mi viejo en su época de taxista, puesto que era uno de los puntos habituales de su ruta de tarde-noche.
"El Molinon" junto con algún otro bar asturiano de los que se hallaban (no sé si se hallan todavía) en el Paseo de la Florida, fueron algunos de los otros habituales en su época de Blasero (hay una empresa de autobuses interurbanos llamada "Blas y Cía" y ese es el nombre con el que se conoce a los chóferes). Estos bares eran algo más estilosos y los recuerdo con más cariño, puesto que en esa época mi padre era especialmente de contar anécdotas de su juventud, también historias que vivió con mi madre, que me resultaban cuanto menos curiosas a pesar de que las repetía una y otra vez.
Hubo otros bares, en la época en la que él vivía en Alcorcón, en casa de mis abuelos (paradójicamente mi abuelo, el padre de mi padre, murió de cirrosis a pesar de no haber bebido en su vida). "La Parada" no aportó grandes cosas, más que ser el bar más cercano a la parada de la "Blasa" a donde él vivía. La bodega de Manolo fue otra de las grandes familias de mi padre, repleta ella de personajillos siniestros y con una mesonera, la Mari, ávida de recordarle una y otra vez sus deudas no fuera a ser que se le pasaran.

Lo de ir a restaurantes era un lujo para mi padre, quien siempre me decía aquello de "Cuando cobre nos vamos a ir a comer un buen chuletón de Ávila". De hecho, hubo alguna ocasión en la que llegamos a hacerlo, mayormente en Segovia, normalmente en el "Casa Cándido", cuyos churrascos ardían y salpicaban aceite delante nuestro, por aquel entonces aún en familia.
Aparte de la ración de bravas y de pulpo en el bar de en frente de los cines de la Vaguada, el antiguo "Cervecería Gran Sol" y de la noche que, haciendo un exceso, casi me atraganto y muero comiéndome uno de esos grandes chuletones, recuerdo con cariño un restaurante gallego en el que comí el mejor lacón con grelos de la historia con mi padre y que, por cierto, nunca nunca volví a saber donde se hallaba,

Los bares eran la forma de vida de mi padre. "Nada o beber, ambas cosas", la célebre frase de Bukowski era toda una filosofía para él. Cuando mi padre quería divertirse, se iba al bar. Cuando mi padre quería evadirse, se iba al bar. Cuando mi padre se aburría, se iba al bar. Cuando mi padre tenía cosas que hacer, se iba al bar. Cuando mi padre estaba en familia, se iba al bar. Mi padre siempre estuvo en el bar y aunque los vinos en los bares le durasen las horas muertas, el bar le daba libertad de pensamiento, no sé muy bien, como dije antes, qué tipo de pensamientos, pero su mirada siempre estaba perdida, porque estaba enfrascado en ellos. Es evidente que pasaban las horas y que un vino llevaba a otro y todo acababa como acababa, pero era su hábitat, era su particular fiesta. Pero en esa fiesta no faltaban los invitados y mi padre nunca escogía un bar en el que:

a) No le fiasen.
b) No le dieran conversación o no se sintiera a gusto.

Mi padre buscaba la calidez de un bar, una conversación, un parroquiano con el que gastar grotescas bromas, el dueño que supiera qué es lo que J.P.U quería en todo momento. Buscaba conversaciones en las que sintiese que alguien le daba la razón. Buscaba criticar, buscaba discutir, buscaba reír y gastar bromas. No sé si más allá buscaba en el bar una familia o sencillamente no sentirse más solo, lo cierto es que lo que buscaba era el bar en sí mismo.

Apenas corté el contacto con mi padre en todos los años posteriores a la separación. Tan sólo y, tras un capítulo bastante desagradable que no viene a cuento ahora recordar, hubo un parón de 3 años sin verle ni un sólo día. Pero, ya fuera a diario, semanalmente, mensualmente o de Pascuas a Ramos dos o tres veces al año como últimamente, nunca dejé de saber de mi padre. No fue porque todo lo narrado anteriormente fuera una fiesta de verdad para mí. No fue porque la conversación con mi padre fuera variada ni siquiera fluida. No fue porque tuviéramos muchas cosas que contarnos más allá de los primeros 20 minutos de cita. En un principio, yo trataba de convencerlo, después desistí. Pero siempre, siempre, siempre fui consciente de que si yo no quedaba con mi padre en el bar, por muy coñazo que resultara en ese ambiente de quietud infinita como si el tiempo se hubiera detenido, no podría disfrutar de mi padre. Positivamente sabía que al ritmo de vida que él llevaba, bebiendo y fumando dos paquetes de cigarrillos diarios, aquella historia terminaría pronto. Y lo cierto es que siempre he tenido una obsesión en esta vida: Nunca hagas nada hoy de lo que te puedas arrepentir mañana y, aunque no me apeteciera, aunque ni siquiera mereciera ni mi presencia como hijo, yo actué como debía actuar.

Y en todo ese proceso, descubrí a un hombre equivocado. Lejos de ser un santo, más cerca de lo contrario, J.P.U me demostró que fuera de ser una víctima de la peor de las enfermedades, el alcoholismo, era una persona con buen fondo, víctima de su propio fantasma, un eterno melancólico, un actor de Hollywood viviendo y actuando en su propia película, un galán venido a menos. Ante todo era un hombre con emociones y sentimientos, como tú y como yo, pero que acostumbrado al dolor y a la soledad, le empezó a dar igual la vida hasta el punto de que hasta daba la impresión de que no le importaba morirse, aunque al final sí le importó. Sí le importó, porque todos, al final, supieron ver ese fondo que tenía. Toda su familia le arropó en sus últimos momentos y estoy convencido que lejos de por mero protocolo, porque llegaron a sentir que el hombre del escudo en alto, el Doctor Jekyll dió paso a Mr. Hyde. Se dejó cuidar, se dejó querer e hizo de su final la fiesta de la que nunca quiso salir, en la que siempre se sintió feliz a su manera y de la que hizo a todos partícipes aunque fuese al final del todo.

Yo sabía que mi padre podría morir en cualquier momento de la vida. Yo era consciente de que en cualquier instante podría recibir una llamada de teléfono informándome del fallecimiento de mi padre. Mucho más fui consciente cuando meses atrás fue ingresado por fuertes dolores en el estómago. Después de muchas pruebas, no pasaba nada. Nunca pasaba nada con las pruebas de mi padre...siempre estaba todo bien, lo cual le convertía a nuestros ojos en el hombre de acero o, al menos, en el hombre con más suerte del mundo.

Habían pasado muchos meses desde que no le veía. Esta vez era obligación sacar un hueco dentro de mi apretada agenda. Estuve quedando con él en el barrio de Carabanchel en Madrid en algunas ocasiones. En estos últimos capítulos, le veía ya un ancianito. Su pelo ya estaba completamente blanco, a pesar de que lo conservaba y de que durante años fue simplemente grisaceo. Estaba más delgado que nunca, cosa que ya resultaba difícil. Todo su genio estaba mucho más apaciguado por el paso de los años. Se le veía un hombre sin esperanza, al que parecía que ya ni sentía ni padecía.
Nos reuníamos en un sórdido bar lleno de extranjeros y gente mayor. Allí pasaba los días y las tardes. Se iba pronto a dormir y se levantaba tarde, puesto que tenía el sueño profundo, sentía a veces frío y se quejaba del dolor de estómago sin cesar. Lo volvieron a ingresar y nada...

La última vez que le vi, estaba claro...podía ser la última en toda mi vida. No sabíamos nada del cáncer que se le detectó semanas después y del que tuve noticia ya en tierras norteamericanas. Aquel día, no sé si porque era verano y hacía calor, vino vestido con manga corta. Su delgadez era extrema y yo diría que habrían pasado semanas sin probar apenas un solo bocado. Lo encontré muy desmejorado, peor incluso que las otras veces, pese a que apenas habían mediado unas semanas. Su bar favorito no estaba abierto, así que fuimos a otro. El aire estaba muy alto, de modo que tras tomarnos una, rastreamos hasta otro más escondido en el que estaban echando toros en la tele. Nos sentamos a tomar un vino blanco él, una tónica en vaso de gin yo y esperamos a que se pasara el calor. Posteriormente, el hombre se animó y se dijo a sí mismo "Esta noche voy a prepararme una buena cena", de modo que le acompañé a la galería de alimentación en donde se compró algo de pescado y unas salchichas frescas. Después, subimos por Nuestra Señora de Valvanera hasta la Vía Carpetana. Allí tomé un taxi. Antes de montarme a él, le di un beso. No acostumbraba a besarle, pero esta vez le di un beso por dos motivos. El primer motivo es porque aquella era la última vez que nos íbamos a ver antes de mi viaje. El segundo motivo es porque aquel podría ser, como al final fue, mi último beso, el último beso en vida de un hijo hacia su padre.

Giré la cabeza y le miré diciéndome a mí mismo con fuerza "mírale, porque esta puede ser la última vez que le veas". Y aunque esa frase me la dije a mí mismo en aquellos últimos encuentros con mi padre, sabía que hasta la siguiente podrían transcurrir meses, demasiado tiempo para su estado de salud. Así que le vi subir la Calle Carpetana solitario, cargando con su bolsita de plástico blanca, fumando y mesándose el cabello. Así fue mi última imagen de él, así quise que fuera.

El penúltimo día de su vida en el hospital y con toda la familia a su alrededor, no cesó de gastar bromas y de hacer reír a todo el mundo. Allí encontró a su verdadera familia y es como si se los hubiera llevado a todos al bar a la última fiesta de su vida.

Además de recordarle durante el resto de mi vida, además de llevarle siempre conmigo, aparte de que viviré en su nombre el tiempo que me quede en este mundo, seguiré teniendo la eterna sensación de que en cualquier momento puedo recibir una llamada de teléfono preguntándome "¿Salimos hoy un rato a tomar algo?".

La fiesta continuará...





Plaza de Chamberí (Madrid).